martes, 2 de febrero de 2016

La cabina



Observad a este hombre. Tal vez algunos (muy pocos) lo reconozcáis, y es probable que a otros os suene de algo, sobre todo si sois de una generación próxima a la mía. Lo cierto es que a mí me acompaña como una segunda piel desde hace treinta y cinco años, aunque nunca nos hayamos conocido ni visto frente a frente. Y eso que un día nuestros destinos se cruzaron (y de qué modo) y llegamos a estar durante escasos segundos a apenas metro y medio de distancia. Él, sin embargo, ni supo entonces ni sabe aún de mi existencia, lo que no deja de ser una paradoja teniendo en cuenta que gran parte de ella, al menos tal y como la he vivido hasta hoy, se la debo a él precisamente; a él y a los dioses de la divina tragedia de la vida que repartieron los roles y determinaron sin previo aviso los acontecimientos que voy a relataros y por los cuales no he dejado de tenerlo muy presente a lo largo de todos estos años. El otro día, por fin, decidí indagar en la Red para saber qué es de su vida. No tuve que enredarme mucho para dar con él, ya que se trata de un veterano periodista y un escritor muy reconocido, con una larga trayectoria humana y profesional.

Yo hice la mili en Madrid, en la Compañía Nº 11 de la Policía Militar de Campamento (la misma que acordonó el Congreso cuando fue secuestrado por Tejero, historia a la que me referiré en otra ocasión) y el 29 de diciembre de 1980 cargaba ya a mis espaldas un año eterno de servicio a la patria (me licencié el 27 de febrero de 1981, cuatro días después de la intentona) y me encontraba casualmente de permiso, pasando la tarde en casa de unos amigos en la calle Bernardo López García, en el popular Barrio de San Bernardo, cuyas cuestas desembocan en la Gran Vía y en la Plaza de España. Alrededor de las 21:30 decidí salir a llamar a mis padres por teléfono, pues tenía que darles una mala noticia: me habían asignado varias guardias seguidas durante esos días y no podría pasar el fin de año con ellos. Me puse el chubasquero militar y, como hacía bastante frío, me cubrí con la capucha la cabeza rapada y las orejas. Bajé raudo por las calles Juan de Dios y San Leonardo y llegué a Princesa, bordeé la fachada del Edificio España hasta su esquina con la calle Reyes y me dirigí a la cabina situada junto a la boca del metro. Cuando llegué frente a ella, vi que estaba ocupada por un hombre. Nadie más esperaba. Yo no tenía prisa alguna, pero tras permanecer allí unos segundos giré la cabeza y advertí que en la acera de enfrente, a orillas de la Plaza de España, había un par de terminales exteriores, por aquel entonces aún muy novedosos, protegidos tan sólo por una pequeña mampara... No recuerdo exactamente qué me impulsó a desistir tan pronto de la espera y decidirme a atravesar la calle Princesa, siempre abarrotada de gente y de vehículos pero más, si cabe, durante las fiestas navideñas... Sí, claro: aquellos terminales estaban libres; y es posible que el frío y lo poco que me gustan los plantones hiciesen el resto. Lo cierto es que me bastaron unas pocas zancadas para atravesar la calzada y en un santiamén había descolgado ya el teléfono y comenzado a marcar el número de mi casa..., nueve, seis, ocho, dos, uno... Y, de repente... 

La explosión fue descomunal, indescriptible... Por suerte para mí, la pequeña mampara telefónica amortiguó la onda expansiva. Asomé, incrédulo y aturdido, la cabeza y contemplé un espectáculo dantesco, cuasi virtual: una enorme y densa columna de humo y metralla lo cubría todo y superaba con creces la altura del Edificio España, mucha gente corría despavorida..., pero el tiempo se había congelado. Porque esa gente corría, sí, pero absolutamente quieta. El humo y los miles de fragmentos de metralla permanecían inmóviles, suspendidos en el aire, como en una gigantesca imagen tridimensional... En aquel instante eterno, mientras todo permanecía así, mudo y estático, comencé a escuchar gradualmente cláxones, gritos, silbatos y sirenas de la policía o de las ambulancias y volví a la realidad, es decir, a tener conciencia de lo que en verdad había pasado... Solté el teléfono, lo dejé colgando y, obedeciendo únicamente a mi instinto, eché a correr hacia el único lugar en el que podría sentirme a salvo en aquel momento: la casa de la que había salido diez minutos antes. Pero de pronto, en el fragor de mi huida de aquella escena terrible, pertrechado y encapuchado como iba, me vi a mí mismo como a un sospechoso y, pese a mi conmoción y mi desasosiego, frené bruscamente mi carrera. 

Mis amigos de la calle Bernardo López, claro, fueron los primeros a los que conté lo sucedido. En un principio creímos que el atentado había sido, una vez más, obra de ETA, que en aquellos tiempos mataba día sí y día no. Los segundos en enterarse fueron mis padres, a quienes llamé al día siguiente nada más leer en la prensa el verdadero relato de los hechos. 

El martes, 30 de diciembre de 1980, El País titulaba en su edición madrileña: “Siete heridos por la explosión de dos bombas en Madrid. El subdirector de Pueblo, José Antonio Gurriarán, grave. Un grupo armenio reivindica los atentados”. Intentaré ahora resumir esta y otras noticias difundidas en días posteriores, ya que estos atentados tuvieron consecuencias. La última de ellas la conocimos hace apenas unos meses. 

Bien. El lunes 29 de diciembre de 1980, alrededor de las 21:30, José Antonio Gurriarán, a la sazón subdirector del diario madrileño Pueblo, salió de su trabajo con la intención de ir con su esposa a ver una película de Woody Allen. Sobre las 21:35, estando ya a las puertas del cine Pompeya, escuchó una explosión muy próxima. Su curiosidad y su compromiso profesional hicieron que se acercara a ver lo sucedido: acababa de estallar una bomba en las oficinas de la compañía aérea norteamericana TWA, sita en la Gran Vía. Sin pensarlo dos veces, corrió a la cabina más cercana para avisar al diario de lo sucedido. 
«Acaba de estallar una bomba», alcanzó a decir; pero su llamada quedó interrumpida por la explosión de un segundo artefacto de mayor potencia ante las oficinas de la compañía Swissair, ubicada en el Edificio España. La bomba estaba colocada en el suelo, al pie de la cabina ocupada por Gurriarán, en el hueco que había entre ésta y la barandilla de la boca de metro. La cabina saltó por los aires, y José Antonio Gurriarán sufrió heridas muy graves (sobre todo en ambas piernas) que casi le cuestan la vida y le dejaron secuelas de las que nunca ha conseguido recuperarse del todo. Pero sobrevivió. 

«He pasado la situación más dura y, a la vez, más interesante de mi vida, porque he visto muy cerca el calor de la muerte. Me he salvado porque me he negado a morir», confesaba Gurriarán en una entrevista al poco de regresar a su domicilio (casualmente pocas horas antes de la intentona golpista), tras permanecer dos meses internado en el Hospital Clínico de Madrid, en el transcurso de los cuales tuvo que someterse a cuatro complicadas operaciones quirúrgicas y a numerosas transfusiones de sangre. Pero tanto sufrimiento comenzó a dar pronto sus frutos... «El bombazo me ha hipersensibilizado contra la violencia y el terrorismo. Rápidamente pensé que tenía la obligación moral de escribir un libro pacifista dedicado, sin rencor, a todos los terroristas del mundo. Por eso, a partir del séptimo día de estar hospitalizado empecé a grabar en un magnetófono algunas ideas que me surgían entre nebulosas
», afirmaba en aquella entrevista. 

Un año después, ya mucho más recuperado, Gurriarán se reunió en Líbano con los autores del atentado, el grupo terrorista Octubre 3, fracción del ESALA (Ejército Secreto Armenio para la Liberación de Armenia), algo que en algunos foros fue calificado poco menos que como “el colmo del síndrome de Estocolmo”. Pero, fruto de aquel encuentro, en 1982 salió a la luz La Bomba, publicado por la Editorial Planeta, un libro en el que contaba toda su odisea y que ha llegado a alcanzar gran repercusión internacional, ya que hace unos años fue reeditado en Armenia y, más recientemente, en Francia. Más aún: en mayo de 2015 el director de cine Robert Guédiguian presentó en el Festival de Cannes la película Une histoire de fou, basada en este libro, que aún no he visto pero que tengo muchas ganas de ver... 


Robert Guédiguian y José Antonio Gurriarán





En fin..., hasta aquí mi relato, absolutamente verídico, de aquella experiencia. Sólo añadir que, en mis ya muchos pero cortos años de existencia, he pasado por no pocos trances de los que he salido indemne por los pelos (de ahí, seguramente, mi calvicie). La vida da muchas vueltas, sí, pero siempre he sido consciente de que en cualquier momento se puede detener de un modo brusco. Aquel lunes, 29 de diciembre de 1980, yo vi cómo el mundo se paraba. Y aquí sigo todavía, treinta y cinco años después, sano y salvo para contarlo; o, dicho de otro modo, vivo aún por accidente... Porque el azar no hace distingos. De haber llegado a la cabina tan sólo unos segundos antes, la habría encontrado vacía y la bomba me habría estallado a mí. También si hubiese esperado a que se desocupara. En el primer supuesto, he imaginado muchas veces a José Antonio Gurriarán, movido por el apremio de informar a su periódico tras escuchar la primera explosión, corriendo en busca de esa cabina, llegar ante ella y, al ver que estaba ocupada por mí, hacer exactamente lo mismo: esperar unos instantes a que yo la desocupase, girar instintivamente la cabeza, percatarse de que al otro lado de la calzada había un par de terminales libres, dirigirse hacia ellos sin dudarlo y, una vez allí, mientras marcaba el número de su periódico para informar del atentado, escuchar la impresionante segunda explosión, sentir cómo se paraba el mundo y permanecer unos instantes aturdido... Salvo que él no habría soltado el teléfono ni huido de la escena tan atemorizado como yo. Al día siguiente, los periódicos y los noticiarios no habrían hablado de Gurriarán, sino de un soldado que estaba hablando con su familia. A él sólo le habría correspondido ejercer cabalmente su oficio: informar de ambos atentados y narrar lo cerca que estuvo de que aquella segunda bomba le estallase también a él, bien por haber encontrado vacía la cabina, bien por haber esperado sólo unos segundos más a que yo la dejase libre. Y pienso que es más que probable que, en tales circunstancias, José Antonio Gurriarán se hubiera preocupado por mí y hubiera incluso procurado conocerme personalmente, a fin de contármelo todo más o menos como yo os lo he contado ahora. Eso sí, ni él habría escrito La Bomba, ni Guédiguian habría rodado Une histoire de fou

Antonio Gómez Ribelles: 'Las lagartijas guardan los teatros' (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2021)

  La arqueología de la memoria Aquel largo pasillo desemboca  en una habitación igual a tantas  que no existen [Manuel Padorno] También hici...